Mientras las miradas se centran en la crisis que viven estudiantes, profesores y administrativos por la nueva normalidad que son las clases virtuales, otras personas que hacen parte de este círculo socioeconómico se sienten asfixiadas por la realidad que les ha tocado vivir desde el cierre de la Universidad Francisco de Paula Santander Ocaña.
Un virus conocido como Covid-19, tan pequeño que ni el ojo humano puede ver, ha traído consigo un mar de realidades tan duras que han llevado al hábitat de la desesperación a personas como Janeth Cecilia Jiménez Núñez, una gamarrense que desde hace seis años vino a Ocaña con un solo propósito: alquilar habitaciones con alimentación a jóvenes universitarios, que arriban a esta provincia nortesantandereana con el sueño de prepararse profesionalmente.
Con la llegada de la pandemia al país, que a la fecha ha dejado el saldo de más 65 mil personas fallecidas, no solo el temor al contagio del virus ha invadido las mentes de las personas, también ha generado un sin números de preocupaciones y giros inesperados en sus vidas, como lo dice en medio de la tristeza la señora Janeth: “Las camas y chifonieres, me tocó venderlos todo a menor precio. La verdad nunca había vivido un fracaso, primera vez en mi vida. Y de ahí las consecuencias, no he podido levantar vuelo como se dice, en el sentido de un emprendimiento ni nada”.
Esa es la realidad de una de las tantas mujeres que se ganaban la vida a diario en virtud al comercio que generaba el cuerpo estudiantil de la Universidad Francisco de Paula Santander de Ocaña. Acerca de esta crisis que ha tocado al mundo, Janeth comenta: “Eso fue algo inesperado, pero la verdad estoy desesperada también. Me tocó mudarme a un tercer piso. He comenzado varios emprendimientos, pero como estoy en ese lugar, como es virtual, el emprendimiento no me ha dado, no he podido arrancar. Estoy desesperada”.
Con un suspiro de intranquilidad en cada una de sus frases, Janeth afirma lo que le ha tocado vivir por culpa de un virus que ha desafiado la existencia humana. “Salí en el mes de julio para Altos de Cañaveral, pero no, no me ha ido bien, no pude conseguir un primer piso. Entonces comencé a hacer tamales, sopa de mondongo, que aquí le llaman mute, hice fritos, tengo dos habitaciones alquiladas, pero no demoran mucho. Y eso me ha sacado muchas lágrimas”.
El descontento y la preocupación en tiempos de pandemia se ven reflejados en los ojos de esta mujer, que vio cómo su negocio con el que sacó adelante a sus dos hijas se derrumbó. En vez de escuchar y mirar la llegada de los estudiantes a las habitaciones, ahora observa la soledad que invade a su hogar, los compromisos económicos aumentan y día a día, esta situación va arrancando de su ser hasta el deseo de vivir. “Estoy al borde de la locura. Yo estoy aquí porque mi Dios todavía me necesita”, sostuvo Janeth.
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CAFETERÍAS Y FOTOCOPIADORA EN CUARENTENA
El 16 de marzo de 2020, la universidad Francisco de Paula Santander seccional Ocaña cerró sus puertas y con ella el sustento de muchas familias. A un costado de la entrada de esta institución y en medio de imponentes árboles, se encuentra la cafetería de Noelí Trigos Palacios y de su esposa Lucy López, que desde hace 11 años tienen este negocio con el cual sostienen su hogar y que con el cierre de la universidad su vida económica entró en decadencia.
“Esto ha sido un total golpe, porque estos años atrás cuando no estaba la pandemia, se hacía para la comidita”, afirma Noelí, mientras reposa en una silla al lado de la vitrina de fritos.
Sin la presencia de los 6.267 estudiantes que componen esta institución, Noelí tuvo que buscar en la agricultura la forma de llevar el pan a su casa, sin embargo, los cultivos le demostraron que ese no era el camino. “Recién que empezó la pandemia, sembré habichuela y pepino y perdí fue plata, porque vendía a 7 mil pesos la pucha (costales) de habichuela”.
A finales de febrero de 2021, la cafetería de Noelí se volvió a abrir, esta vez para ofrecer servicios diferentes a los que brindaba cuando estaban los universitarios. Los lugares donde antes se veían las mesas con jóvenes estudiantes comiendo y charlando, ahora es un recinto que hace las veces de bodega, en el que los costales adornan el establecimiento. Además, a las afueras de la cafetería se cambiaron las motos de los jóvenes por camiones de carga. Los deliciosos patacones se siguen vendiendo, pero también la venta de diferentes verduras para los vecinos de la zona.
Esa soledad y nostalgia que se nota desde la ‘Y’ de Acolsure hasta la entrada de la universidad, también se manifiesta en la economía que se movía dentro de este centro de estudio, único en la región. Hace más de un año que la ‘Pacho’, como es conocida popularmente esta alma máter, no escucha en sus pasillos y jardines las voces de aquellos estudiantes que transitaban diariamente. Al día de hoy, solo se oye el canto de las aves y las hojas sopladas por la brisa.
Las cafeterías de ‘Juanva’ y de la señora María Eugenia se encuentran vacías y en remodelación, las mesas en donde se sentaba el futuro profesional del país no existen, como tampoco están las 14 mujeres que atendían a los estudiantes; todas fueron despedidas.
Mariela Guerrero Ramírez, una de esas 14 trabajadoras, se encuentra actualmente sin empleo. Laboró por 20 años en la cafetería UFPSO, hasta aquel fin de semana de marzo de 2020 donde se le avisó que la universidad iba a cerrar sus instalaciones porque un virus originario de China estaba infectando a gran parte del mundo.
“La única entrada que tenía yo pues era el trabajo ese. Y uno quedarse sin empleo es una cosa terrible. Uno no era de las personas que andaba buscando trabajo y ahora con esta situación no hay empleo tampoco. Yo soy madre soltera y tengo hijos estudiando, pago arriendo, todavía estoy bastante afectada”, comenta Mariela con el balbuceo de un bebé de fondo, mientras era entrevistada de manera telefónica.
Cuenta con un sentimiento de dolor y angustia, que al llegar la pandemia tuvo que laborar haciendo aseo en algunas casas para poder sobrevivir. Las fuerzas para no rendirse las encontró en el ser supremo, “muy difícil, siente uno a veces que ya no puede más, cómo a tirar la toalla como se dice. Pero Dios le da fuerzas a uno y como que sigue otra vez. Ha tocado luchar mucho.”
“No he vuelto a trabajar desde que se cerró la fotocopiadora.”, con esta frase el señor Olso Martínez García, conocido en la universidad por su negocio al lado del quiosco, resume cómo la no presencia de estudiantes afectó su vida laboral.
Olso, tiene en sus espaldas 16 años laborando como fotocopiador en la ‘Pacho’, donde ha visto hasta a sus hijos graduarse en esta institución. Desde que le informaron que la universidad iba a cerrar, no ha vuelto a pisar sus instalaciones.
“No sé en qué estado están las máquinas y los papeles. Lo más probable es que las máquinas estén inservibles. Son equipos que cuando dejan de operarlos, esas cintas que ellos tienen por dentro pueden dañar las tuberías de las mismas”. El precio de aquellos aparatos, de donde estudiantes, profesores y administrativos nutrían sus cerebros con saberes, ronda entre los 15 y 16 millones de pesos.
Cuando vuelva el señor Olso a su lugar de trabajo con su típico silbido y la frase: “¿Qué necesita hijo/a?”, tal vez se encuentre con la sorpresa que su sustento económico no sea nada más que arrumes.
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BUSETEROS EN UCI
Las barandas de ‘prohibido el paso’ que han adornado la entrada de la universidad desde el comienzo de la pandemia, ha afectado también a los conductores del transporte público, puesto que eran los estudiantes los que más utilizaban este servicio.
Antes de comenzar esta tragedia a nivel mundial por el covid-19, Edgar Cañizares, conductor y dueño de una buseta de transporte público, salía de su casa antes de las 6:00 de la mañana para comenzar su día laboral. Los primeros pasajeros con los que se encontraba eran los estudiantes de la Universidad Francisco de Paula Santander.
La llegada de este virus no solo cambió el horario de trabajo de Edgar y de muchos otros conductores, sino que afectó la economía de estos hombres que llevaban el alimento a sus familias con lo que ganaban en el día. Mientras va manejando y con tan solo un pasajero en hora pico, este hombre de 51 años afirma: “Cuando estaban los estudiantes se le sacaba 150 a 180 mil pesos al vehículo, y ahora no alcanzamos ni los 100 mil por ahí nos queda 50 o 40 mil pesos, sacando los gastos del vehículo y de la empresa.”
En Ocaña, existen más de 100 busetas de transporte público y muchas de ellas no son manejadas por sus dueños, sino por conductores que eran contratados por alguna de las empresas. La crisis económica llevó a que muchos propietarios de estos vehículos despidieran a sus choferes, pues lo que se podía ganar no alcanzaba ni para los gastos del automotor.
“Con la universidad abierta era muy rentable este negocio, ahora se trabaja para sostener el vehículo y pagar los gastos en la empresa. Los gastos de la buseta son 40 mil pesos en gasolina y 40 mil pesos la planilla. En mi caso, la persona que manejaba el vehículo tuvo que ser despedida”, comenta con nostalgia Edgar, que lleva 23 años laborando en el transporte público.
Las historias de Janeth, de Nolelí, de Mariela, de Olso y de Edgar, son el reflejo de la crisis económica que atraviesa Colombia, solo en 2020, según cifras del DANE, más de 4 millones de personas perdieron su trabajo, entrando en un estado de desesperación y angustia que al día de hoy sigue vigente.
No solo los estudiantes y profesores extrañan las aulas de clase, estas cuatro personas también desean que aquellos universitarios vuelven a ocupar esos pupitres, pues solo su presencia le traería un poco de tranquilidad y paz a sus vidas.
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