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En sus últimos años, una de las tareas que se propuso mi padre fue la de elaborar el árbol genealógico. A partir de las historias del abuelo Grande o de los relatos de cualquier otro familiar, intentó organizar el recuerdo de todos aquellos parientes que habitaron esos espacios de su memoria en el que residían sus más profundas vivencias, y que denominó las “casas de la memoria”.
De no haber sido por la fatalidad, tal vez mi padre hubiera podido tejer con más detalle esa red familiar que se pierde en los labrados de los años y termina por enredarse bastante en esa dinámica social que hace que los apellidos a pesar de ser iguales no pueda decirse que son de “los mismos”. “Los míos son del bello valle”, diría mi padre, aunque recuerdo que encontró algunos en otras geografías distantes, en las que no solo fue la gran fertilidad la que dificultó el inventario final, sino la recurrencia de hijos extramatrimoniales o simplemente no reconocidos con el apellido de sangre.
En esa tarea personal de encontrar cada uno de los miembros de esa descendencia, fueron muy importantes esas casas de la memoria, las cuales podía describir con lujo de detalles y con una exactitud que hacía pensar que esos espacios seguían habitándolo a pesar de que ya no quedara ninguna evidencia física. “Todavía sueño recorriendo el patio de la casa que quedaba cerca al río… a veces se iba la luz, entonces nos tocaba prender una vela”, contaba mi padre con profunda nostalgia, y pese a que ya no quedaba ni la sombra de aquel espacio, continuaba vivo en su memoria, con sus habitantes, sus sensaciones y sus afectos. “Es que recuerdo mejor lo de hace muchos años que lo que ha pasado hace poco”. Y es que tal como lo pensaba mi padre, los primeros años de vida terminan siendo los cimientos de esa gran casa histórica que comenzamos a habitar desde que nacemos y que poco a poco con el paso de los años vamos construyendo y deconstruyendo, hasta ese día final en que “levamos anclas” y la casa queda convertida en un espectro que va más allá de las sepultura.
“Aquí nací y aquí me muero”, dicen los viejos. ¿Tan importante son esos puñados de recuerdos de los vivos que tanto queremos? El tiempo dirá…
“Si volviera a esa casa podría encontrar con los ojos cerrados el lugar donde se guardan las llaves”, diría el maestro Abel Manzur y seguro mi padre le daría la razón, porque llega un momento en que al fin somos conscientes de haber construido una gran casa que nos habita, y que recorrerla es un abismo espiritual que nos deja en evidencia ante todas esas vivencias y recuerdos que ya hacen parte íntegra de sus muros. En ese momento ya somos capaces de recorrer sus pasillos sin perdernos, sin la angustia de extraviarnos de vuelta a la sala y con las llaves firmes en la mano para abrir y cerrar las puertas como si la memoria fuera un mundo paralelo.
Tal vez de alguna de esas puertas de la casa es que sale esa sensación tan humana que muchos llaman el “apego a la tierra”. Pero si tan grande es el mundo, ¿por qué precisamente ese arraigo al espacio geográfico en el que hemos pasado los primeros años de vida? ¿Por qué al estar lejos deseamos tanto volver al lugar en el que nacimos? ¿Será acaso que allá estará alguna parte perdida de esa casa que nos habita el pecho? ¿Será que esa es la razón poderosa de querer volver a recorrer los caminos de la infancia, las travesías de la adolescencia o las angustias de la adultez? Es muy probable, porque en esos lugares todavía están los vivos que ya tienen parte de sí habitando la casa, y que su presencia física es tan necesaria para volver el corazón a su lugar y que nuestras vidas alcancen lo más cercano a la plenitud.
“Aquí nací y aquí me muero”, dicen los viejos. ¿Tan importante son esos puñados de recuerdos de los vivos que tanto queremos? El tiempo dirá… entre tanto en ese espacio intangible que constituye la casa seguirán erigiéndose cuartos con personas y vivencias que aunque no se puedan ver nos habitan profundamente y nos convocan con más fuerza cuando estamos lejos, porque la casa de la memoria más que de lugares está hecha de personas que se han convertido en verdaderos afectos.
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