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“Los grandes poetas son metafísicos fracasados. Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas”, sentenció Antonio Machado en la voz de Juan de Mairena (su heterónimo). La poesía no puede ser —a secas— un hecho estético, algo bonito. Poesía es pensamiento estetizante, es la belleza hecha pensamiento. Así, como en el principio, cuando la poesía y la filosofía iban de la mano. Así, como lo hizo Parménides. El arrebato o rapto divino se dan de balde y, sin temor a equivocarme, hasta el hombre más vulgar los ha experimentado. Con ello quiero decir que para ser poeta no basta con suspirar ante la rosa, o desfallecer ante la pirotecnia del cielo, o estar poseso por una emoción inusitada. Demanda un esfuerzo superior, una aspiración a la lucidez, una clarividencia.
La poesía colombiana, tan dada a abusar de sentimentalismos, no escatima en versos melifluos. Y Ocaña no es la excepción: los poetas se han ensañado en explotar lo cosmético, lo accesorio ―quizás para descrestar incautos, para henchir el pecho a punta de piruetitas verbales―. Piruetas que, al fin y al cabo, son lo que son: un ademán que encubre el vacío, una mueca. La actividad reflexiva es, para la labor artística, un requisito que disiente de toda pedantería. Y es que sin el tamiz de la conciencia no se logran los versos felices. Sin el ejercicio del pensamiento sólo se consigue bisutería. Lo bello, cuando carece de trasfondo, es monstruoso.
Muy a mí pesar compruebo que, en nuestros tiempos, Caro no es más que una estatua y un colegio. Una celebridad petrificada, una nostalgia inmóvil.
Hoy más que nunca José Eusebio Caro, nuestro insigne poeta, resulta imprescindible. Lejos de todo entusiasmo patriotero, de la defensa a ultranza de los valores tradicionales, de la preservación y perpetuación de la identidad, y de todos esos discursos anquilosados, Caro nos recuerda que la poesía es mensajera de asuntos importantes. Verbigracia, un par de versos: “el hombre es una lámpara apagada; /toda su luz se la dará la muerte”. Salvatore Quasimodo, un siglo después, acuñaría una variante: “cada uno está solo sobre el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol: / y de pronto anochece”. No obstante, el verso del poeta neogranadino no desentona o flaquea. Resulta de una originalidad constatable: la vida por sí misma carece de valor, la certeza de la muerte nos dará razones. Una vida consagrada a la nada sólo se resarce con obras.
Caro es un hijo de su tiempo. Muchos intentan acercarse a su poética con una óptica equivocada. Es decir, dan por sentado su contexto. Obviar sus particularidades y exigirle lo que nosotros arbitrariamente le imponemos, es, a todas luces, contraproducente. Nos negamos, por desconocimiento, a una riqueza profusamente ensalzada. Una riqueza que fue precursora de muchas manifestaciones posteriores. Rafael Pombo diría, por ejemplo, que “él siempre piensa y dice: tosco o bello/ cada verso de Caro es una idea: / no cree deba cantarse sólo aquello/ que no merece que se diga o lea”. Reitero la afiliación entre poesía y pensamiento. Para Pombo, Caro da lecciones de poesía: nos enseña el andamiaje de lo poético. Lecciones que, a despecho, sus coterráneos no hemos entendido o hemos leído de manera errónea.
“Lo que permanece lo fundan los poetas”. Sólo queda en la memoria aquello que nos conmueve. Lo que permanece, sospecho, es eso que a pesar del tiempo no pierde vigencia. Alguna vez escuché que “Clásico” etimológicamente es fragata y que el agua, a su vez, es una metáfora del tiempo. Lo que flota perdura. La poesía regional padece una enfermedad crónica: se fagocita, se come a sí misma. Volvemos a la raíz no para quedarnos en las profundidades sino para brotar. Volvemos a Caro no para hacer una ciega apología de lo autóctono sino para reconocernos. José Eusebio está por encima de todo localismo. Él más que remitirse a una coordenada, a un sitio específico, hace de esa geografía particular el lugar de todos. Él, muchos siglos después, nos sigue dando lecciones que desatendemos. Él ha sentado las bases, ya no de una ideología insípida, sino de una sensibilidad hermanada con la razón.
Muy a mí pesar compruebo que, en nuestros tiempos, Caro no es más que una estatua y un colegio. Una celebridad petrificada, una nostalgia inmóvil. Hay una apatía deliberada, una crasa indiferencia. Caro es un comodín al que, en el fondo, despreciamos. “Los asnos preferirían la paja al oro”, bien lo decía Heráclito. Quizá nuestra misma naturaleza nos haya hecho indignos, quizá Caro nos quedó grande.