Hay palabras que se desgastan de tanto usarlas mal. “Oposición”, por ejemplo. En teoría, debería significar control, equilibrio, vigilancia. Un ejercicio de inteligencia pública, no de obstinación. Pero en Ocaña ese concepto parece haber perdido altura intelectual, su sentido más noble. La oposición no es un acto de rabia, ni una forma de venganza política; es una responsabilidad moral. Exige honestidad intelectual, lucidez y, sobre todo, una comprensión mínima de lo que está en juego. Isaiah Berlin decía que la política es el arte de elegir entre males. No hay pureza posible, solo decisiones difíciles que exigen juicio y responsabilidad. Esa es, precisamente, la tarea de una oposición con altura: saber cuándo el desacuerdo construye y cuándo, por el contrario, condena al inmovilismo. Porque hay momentos en que decir “no” no es prudencia, sino simple ceguera.
Y eso fue exactamente lo que ocurrió en Ocaña con la decisión del Concejo Municipal de frenar el proyecto para la nueva sede del SENA. Frente a un momento que exigía visión y generosidad, la oposición eligió el camino más fácil: la demora, el titubeo, el revisionismo jurídico oportunista. No hubo un debate sobre el fondo, sino un juego de fuerzas que termina dejando a toda una región con la posibilidad de perder una oportunidad educativa importante.
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La decisión del Concejo no es solo un trámite fallido; es un espejo. Refleja la pobreza del debate público cuando la política se vuelve una suma de cálculos y desconfianzas. Revela, también, la comodidad del “no” en tiempos donde pensar exige más esfuerzo que oponerse. En el fondo, lo que vimos en Ocaña no fue un desacuerdo técnico, sino una renuncia a pensar en grande. La política local, que debería ser el espacio del sentido común y del bien colectivo, se ha vuelto el lugar donde las convicciones se negocian y las oportunidades se pierden sin rubor. Lo más grave no es la posible pérdida del proyecto del SENA, sino la pérdida del criterio: esa incapacidad de distinguir entre el poder para decidir y el deber de hacerlo bien. Y detrás de esa falta de criterio hay algo todavía más preocupante: la ligereza con que algunos asumen la responsabilidad pública, como si las decisiones públicas no tuvieran consecuencias reales, como si gobernar fuera solo administrar apariencias.
El alcalde Emiro pasará, como pasarán ustedes, señores concejales. Todos pasarán, porque así es la política: efímera, ruidosa, a veces ingrata. Pero las obras permanecen. Los cambios sociales, por pequeños que sean, dejan una huella más duradera que cualquier discurso o cálculo de coyuntura. Tal vez no se trate de que alguien diga “qué gran político fui”, sino de poder mirarse al espejo, con los años encima, y sentir una calma sencilla: la de haber hecho lo correcto cuando había que hacerlo.
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El proyecto del SENA puede encontrar un nuevo aire con la presentación en las sesiones extras, una oportunidad de redimirse y de que el Concejo, si así lo decide, rectifique y recupere el sentido de su función. La política ofrece, a veces, segundas oportunidades: no para borrar los errores, sino para corregirlos con dignidad. Sería un buen momento para que la oposición reivindique su papel verdadero —ese que construye, que ejerce un sano control sin anular de tajo. Yo celebro que exista oposición, claro que sí; pero una oposición sensata, consciente de que hay batallas que no se ganan con votos, sino con altura moral.
Les habla, quizá, un académico. No alguien que ocupe un cargo público ni que padezca el escrutinio diario del poder, sino alguien que todavía confía en la razón, en la discusión serena y en la responsabilidad de pensar con rigor los asuntos comunes. No defiendo al alcalde ni a una administración: defiendo la idea de que los pueblos se construyen cuando se apuesta por el futuro. Borges decía que, en tiempos de crisis, lo único que queda es razonar con lucidez. Tal vez de eso se trate: de volver, una y otra vez, al sentido de lo público, a esa decencia elemental de hacer lo correcto incluso cuando nadie aplaude. Porque los años pasan, los cargos se acaban, pero la gente —esa que hoy espera una oportunidad— no olvida quién decidió pensar en ella.







